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La firme apuesta de EE. UU. por desarrollar una política industrial abre un debate

Para unos, las políticas de industrialización son camino a seguir en un mundo de agresivas competencias donde la superioridad tecnológica y la defensa de los empleos, entre otros factores esenciales, e incluso geopolíticos, no se puede dejar solo en manos del mercado; pero para otros, es una herejía que solo traerá más problemas. Tres análisis sobre el tema.

Un premio Nobel defiende la idea

Por: Michael Spence (*) - © Project Syndicate - Milán

La política industrial siempre ha sido una dimensión controvertida de las estrategias de crecimiento y desarrollo en las economías emergentes. Con la aprobación de la Ley de Chips y Ciencia y la (mal denominada) Ley de Reducción de la Inflación, Estados Unidos ha vuelto a encender la llama de un gran debate. Por desgracia, es un debate que a menudo genera más calor que luz.

El objetivo de las políticas industriales es modificar los resultados de la actuación del mercado para ponerlos en concordancia con los objetivos económicos y sociales generales de un país. Aunque esto les ponga los pelos de punta a los puristas del libre mercado, en el mundo real hay muchas intervenciones estatales realmente indiscutibles (e incluso populares) que actúan sobre los resultados del mercado de forma muy positiva.

Por ejemplo, la inversión pública en infraestructura, educación y en la base científica y tecnológica de la economía se considera un complemento esencial de la inversión privada, que mitiga riesgos, aumenta las rentabilidades y mejora el desempeño económico general. (Lea: La fórmula que plantean los comerciantes para reactivar la economía)

Las políticas industriales van un paso más allá, ya que intervienen sobre la economía en el lado de la oferta

Otras intervenciones generalmente aceptadas que buscan modificar los resultados del mercado incluyen las políticas de defensa de la competencia, las medidas contra faltantes y asimetrías de información y las regulaciones para la solución de externalidades negativas, la protección de datos de los usuarios y la seguridad de un sinfín de cosas (desde los aviones a los alimentos).

Pero en estos casos se trata de respuestas a fallas conocidas del mercado. Las políticas industriales van un paso más allá, ya que intervienen sobre la economía en el lado de la oferta en pos de objetivos que no se limitan a la eficiencia en la asignación de recursos.


Un ejemplo interesante es la Ley de Chips y Ciencia aprobada en Estados Unidos el año pasado. Tiene tres componentes principales. El primero es la inversión en ciencia y tecnología y en el capital humano asociado. Aunque un objetivo clave de este componente sea asegurar que Estados Unidos mantenga la delantera en su competencia estratégica con China, no se trata de inversiones que modifiquen en forma directa la estructura de la economía local o mundial tal como la determina el mercado.

En cambio, el segundo componente (el traslado a Estados Unidos, o a socios comerciales amistosos o fiables, de numerosos eslabones de las complejas cadenas mundiales de suministro de semiconductores) supone el reemplazo directo de los resultados del mercado en un sector crucial. Y el objetivo no es mejorar la eficiencia, sino reforzar la seguridad nacional y la resiliencia económica.

El tercer gran componente (restricciones a los flujos de comercio, inversión y tecnología hacia China) también afectará en gran medida a los socios comerciales de Estados Unidos y a la estructura de la economía global. Y aquí tampoco se trata de buscar eficiencia: la intención de Estados Unidos es obstaculizar el progreso de China en tecnologías avanzadas, como los semiconductores y la inteligencia artificial.

(También: ¿Qué es la regla fiscal y por qué puede ser peligroso cambiarla? Claves de la polémica)

El primer componente no es particularmente controvertido. Tampoco el tercero, al menos en el plano interno, a pesar de sus consecuencias a largo plazo sobre las relaciones económicas de Estados Unidos y la coherencia del sistema multilateral de comercio. Al fin y al cabo, una de las pocas áreas de coincidencia bipartidaria en los Estados Unidos es la antipatía hacia China.

Pero el segundo componente ha resultado divisivo. Los críticos señalan que la inversión pública selectiva en la capacidad productiva de cualquier industria equivale a elegir ganadores y perdedores; y consideran que los gobiernos no están bien preparados para esa tarea, sobre todo porque existe la posibilidad de que intereses creados capturen el proceso de toma de decisiones.

Aunque este argumento en favor del mercado no se debe desestimar de plano, hay que tomarlo con cierto escepticismo, sobre todo porque suele estar arraigado en un compromiso casi religioso con la competencia irrestricta. En realidad, la política industrial puede ser esencial para la supervivencia económica de un país a largo plazo, como en el caso de la defensa, sobre todo en tiempos de guerra.

¿Cómo hacerlo bien?

La verdadera pregunta aquí no es si corresponde hacer política industrial, sino cómo hacerla bien. En esto la capacidad estatal es decisiva: para tener una acción eficaz como inversor y gran comprador de productos y servicios, el Estado necesita personas con talento y experiencia (con una remuneración acorde) e instituciones bien diseñadas. Además, se necesitan objetivos precisos, limitados y claros, y salvaguardas que protejan contra la captura por parte del sector privado. La política industrial no es un Estado de bienestar para las corporaciones.

Abundan los ejemplos de políticas industriales exitosas. Uno de ellos es la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (Darpa), que ha tenido un historial impresionante impulsando el desarrollo tecnológico al servicio de las fuerzas armadas estadounidenses mediante alianzas con universidades y actores del sector privado, con enormes derrames positivos para la economía en general.

Otro ejemplo que funciona bien es el sistema estadounidense para la asignación de fondos a la investigación básica en ciencia e ingeniería: es evidente que elige ganadores y perdedores, pero lo hace en forma razonablemente objetiva, gracias a una combinación de evaluación por parte de expertos del sector y competencia genuina. El asombroso éxito del programa de desarrollo de vacunas contra el covid-19 ofrece muchas enseñanzas para el diseño de intervenciones eficaces.

Por supuesto que también hay muchos ejemplos de políticas industriales fracasadas. Pero sólo algunos de los fracasos son atribuibles a defectos de diseño. Toda inversión que busque modificar las decisiones del mercado e influir en el desarrollo tecnológico implica riesgos inevitables, y no es posible garantizar los resultados. Pero cuando el inversor es un fondo de capital riesgo, nadie espera que todas sus inversiones sean un éxito. Hay que darle al Estado el mismo margen. Con que tenga un desempeño digno, una política industrial ya ha sido redituable para los contribuyentes.

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En un tiempo de crecientes tensiones geopolíticas y fragmentación de las cadenas de suministro, en el que cuestiones de seguridad nacional influyen sobre la política económica y el riesgo de guerra parece estar en aumento, la política industrial es casi inevitable.


Debemos aprender de la experiencia pasada, identificar los riesgos de cada alternativa, contratar personal idóneo y fijar normas razonables para la evaluación del desempeño, en vez de empantanarnos en discusiones superficiales e ideologizadas que no tienen en cuenta la amplia variedad de intervenciones posibles ni el hecho de que no todos los objetivos concuerdan con la eficiencia económica.

(*) Premio Nobel de economía (2001), profesor emérito de economía y ex decano de la Graduate School of Business de la Universidad de Stanford. Es miembro principal de la Institución Hoover, asesor principal de General Atlantic y presidente del Instituto de Crecimiento Global de la empresa. Es miembro del Comité Académico de la Academia Luohan y preside el Consejo Asesor del Asia Global Institute.

Las razones por las que fracasa casi siempre

Por: Michael R. Strain (*) - © Project Syndicate - Washington

La política industrial está de moda. En Estados Unidos, el presidente Joe Biden ha sancionado leyes que ofrecen cientos de miles de millones de dólares en incentivos y financiamiento para energía limpia y la fabricación doméstica de semiconductores. Y en la misma línea, Donald Trump lanzó una guerra comercial con China en nombre de revivir a la fuerza industrial estadounidense. Tanto funcionarios demócratas y republicanos coinciden con la necesidad de una mayor intervención de la planificación gubernamental. Estados Unidos ha entrado claramente en una nueva era de formulación de políticas económicas

Pero, la política industrial siempre funciona mejor en la teoría que en la práctica. Siempre hay factores del mundo real que pueden frustrar los esfuerzos por parte del Estado por revitalizar el sector manufacturero e impulsar significativamente la cantidad de empleos en ese sector.

Las actuales políticas en Estados Unidos plantean los mismos interrogantes que siempre se han hecho con respecto de la política industrial. ¿Por qué deberíamos esperar que el gobierno haga un buen trabajo a la hora de elegir ganadores y perdedores o que asigne escasos recursos mejor que el mercado? Y si el gobierno interviene en los mercados, ¿cómo va a evitar una desviación de los objetivos, el clientelismo y la corrupción?

En el mundo real, está claro que los planificadores gubernamentales simplemente carecen del control suficiente para hacer que una política industrial tenga éxito en el largo plazo.

Biden puede subsidiar la manufactura de semiconductores a punta de bolígrafo, pero no puede agitar una varita mágica para crear trabajadores que estén calificados para abastecer las plantas de fabricación de chips. Deloittee estima que la industria de semiconductores de Estados Unidos enfrentará una escasez de 90.000 trabajadores en los próximos años.

Y justo este mes, Taiwan Semiconductor Manufacturing Company anunció que debe demorar la producción en una fábrica de Arizona, debido a una falta de trabajadores con la experiencia y la capacitación adecuadas.

Represalias costosas

Tampoco los responsables de las políticas en Estados Unidos pueden impedir que otros países tomen represalias e intervengan para impulsar a sus propias industrias prioritarias. Consideremos el caso de los aranceles de Trump, que el entonces secretario de Comercio, Wilbur Ross, defendía como un caso de beneficios concentrados y costos difusos. Si bien todos los estadounidenses podrían tener que pagar 0,6 centavos más por una lata de sopa, decía, el país, a cambio, se vería beneficiado con un gran impulso del empleo en el sector manufacturero.

Este argumento parecía suponer que ningún otro país tomaría represalias. Pero Aaron Flaaen y Justin Pierce, ambos economistas de la Reserva Federal de EE. UU., sostienen que el país sufrió mayores pérdidas en el empleo manufacturero doméstico debido a las represalias de lo que se benefició con la protección de las importaciones. Y como los aranceles hicieron subir el costo de los bienes intermedios utilizados por las empresas estadounidenses, Flaaen y Pierce concluyen que el traspaso de una industria de una exposición arancelaria relativamente ligera a una relativamente pesada tuvo como consecuencia una reducción del 2,7 por ciento del empleo manufacturero.

La Ley de Reducción de la Inflación (IRA) de Biden prevé 370.000 millones de dólares en créditos fiscales y otros incentivos para proyectos de energía limpia en Estados Unidos. Estos subsidios colocan a los aliados estadounidenses en una desventaja en industrias claves como la producción de baterías y la fabricación de vehículos eléctricos (VE). No sorprende que Corea del Sur y la Unión Europea hayan respondido con sus propios subsidios. El presidente francés, Emmanuel Macron, advirtió incluso que la IRA podría “fragmentar a Occidente”.

Nada de esto es un buen augurio. Las políticas industriales de ‘ojo por ojo’ distorsionan los precios relativos y reducen la eficiencia económica al priorizar el capricho político por sobre la ventaja comparativa. En la medida que más países adopten subsidios, mitigarán el impacto de los subsidios en otras partes. La política industrial le prende fuego al dinero de los contribuyentes.

Extras y conflictos

Otra razón por la que fracasan las políticas industriales es porque los políticos no pueden resistir la tentación de usar fondos públicos para promover objetivos no relacionados. Por ejemplo, en febrero, la administración Biden les exigió a las empresas que reciben subsidios federales para la fabricación de semiconductores que garanticen guarderías infantiles asequibles para sus trabajadores. Esos aditamentos reducen la efectividad de los subsidios.

Asimismo, las empresas que adhieren más estrechamente a los puntos de vista en política social de la administración podrían verse favorecidas y afianzadas políticamente, reduciendo la competencia de mercado, desalentando el ingreso de nuevos participantes y debilitando el dinamismo económico.


Con demasiada frecuencia, los objetivos de política social entran en conflicto con los objetivos industriales. Por ejemplo, el gobierno de Biden dice apoyar a los sindicatos, pero también quiere acelerar la transición ecológica. Sin embargo, la Unión de Trabajadores del Automóvil (UTA) está planteando demandas agresivas en las negociaciones con los fabricantes de automóviles, justo cuando esas empresas se enfrentan a mayores costos para poder pasar a la producción de vehículos eléctricos (VE). Si los trabajadores siguen de huelga en octubre, eso desestabilizará aún más a la industria automotriz estadounidense.

Protestas

Fain dijo que el paro del sindicato abarca a 20 estados y fábricas de General Motors y Stellantis.

Esto no quiere decir que nunca se pueda recurrir a la política industrial. La Operation Warp Speed (que aceleró el desarrollo y la distribución de vacunas contra el covid-19) y la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa son dos buenos ejemplos de cómo el gobierno puede orientar exitosamente a un sector industrial hacia objetivos específicos. Pero ‘específicos’ es la palabra clave en todo esto.

¿Qué debería hacer Estados Unidos? Primero, para salvaguardar la seguridad nacional, debería identificar un conjunto limitado de bienes específicos que genuinamente garanticen que haya controles de las exportaciones y de la inversión. Segundo, debería invertir fondos públicos en investigación e infraestructura básica, no porque eso vaya a crear empleos manufactureros, sino porque aumentará la productividad, el crecimiento salarial, la innovación y el dinamismo en términos más amplios. Tercero, debería adoptar un impuesto al carbono para reducir el precio relativo de la tecnología verde. Eso aceleraría el desarrollo tecnológico y permitiría que el mercado determine qué tecnologías son las más auspiciosas.

Finalmente, Estados Unidos debería invertir en todos los trabajadores. Aumentar los subsidios al ingreso devengado para respaldar la participación de la fuerza laboral e invertir en capacitación para forjar habilidades.

Las soluciones populistas y nacionalistas no funcionan. Debemos centrarnos en políticas que promuevan la prosperidad masiva. Es algo que les debemos a los trabajadores.

(*) Director de Estudios de Política Económica del American Enterprise Institute. Es autor de ‘The American Dream is not dead: but populism could kill it’. Templeton Press, 2020.

Las lecciones de Japón, Corea del Sur y otros países

Por: Keun Lee (*) - © Project Syndicate - Seúl

En un momento de creciente incertidumbre económica y política, no es de extrañar que los gobiernos adopten cada vez más una política industrial. La intervención masiva del gobierno, después de todo, sustentó el ‘milagro económico’ entre los años 1960 y 1990. El politólogo Chalmers Johnson atribuyó el auge económico del Japón de la posguerra al Ministerio de Comercio Internacional e Industria, que dominó la formulación de políticas japonesas de 1949 a 2000. Del mismo modo, la economista Alice Amsden argumentó que la transformación de Corea del Sur en una potencia económica que se basaba en subvenciones y aranceles. Eso alentó la formación de conglomerados industriales gigantes, fuertemente respaldados por el Estado.


A pesar de que la política industrial contribuyó de forma capital al milagro del crecimiento de Asia oriental, el auge de la economía neoliberal en Occidente la convirtió en tabú allí. Sin embargo, eso comenzó a cambiar en 2008, cuando la crisis financiera mundial creó un apetito aparentemente insaciable por la intervención del Gobierno.

Frente a una China en rápido crecimiento y una catástrofe climática inminente, economistas como Mariana Mazzucato y otros han reimaginado la política industrial como una forma de lograr una misión orientada: una economía de la innovación guiada por un Estado emprendedor.

Errores a no repetir

Pero la caída en desgracia de la política industrial en las últimas décadas reflejó sus propias deficiencias. Los esfuerzos fallidos de Japón para promover la producción nacional de aviones en la década de 1970, por ejemplo, mostraron que los gobiernos no siempre son buenos para elegir a los ‘ganadores’. Por eso, para que las políticas industriales actuales sean eficaces, las administraciones deben aprender del pasado y evitar dos errores muy comunes.

El primero es tratar de proteger a las empresas nacionales de la disciplina del mercado. El esfuerzo fallido de Malasia para construir una industria automotriz competitiva internacionalmente en torno a la compañía nacional de automóviles Proton es una historia con una gran moraleja. En la década de 1980, Proton ganó un monopolio en el mercado de automóviles de Malasia gracias a varios subsidios y beneficios fiscales. Pero debido a que el apoyo del Gobierno aisló a la compañía de la disciplina del mercado, nunca logró cumplir con los estándares de calidad necesarios para convertirse en una marca global.

Otro error es la dependencia excesiva de la propiedad extranjera. Tailandia y Sudáfrica utilizaron incentivos financieros para atraer a los productores de automóviles extranjeros a trabajar con fabricantes locales. Pero si bien sus industrias automotrices han tenido más éxito que las de Malasia, también se limitan a producir automóviles y componentes de menor valor agregado. Las actividades de mayor valor añadido, como la investigación y el desarrollo o la producción de motores y transmisiones, permanecen en los países de origen de las empresas extranjeras.

Al combinar los incentivos financieros con la disciplina del mercado y la propiedad local, los gobiernos pueden garantizar que las industrias que desean promover sean competitivas

La próspera industria automotriz de China subraya la importancia de nutrir a los participantes locales. En las décadas de 1980 y 1990, el sector automotriz chino dependía de las transferencias de tecnología a través de empresas conjuntas de propiedad extranjera como Shanghai-Volkswagen. Pero después de que esa estrategia no produjera los resultados deseados, el Gobierno chino pasó a invertir fuertemente en fabricantes nacionales como Chery, Geely y BYD, lo que les permitió emerger como actores globales.

Al combinar los incentivos financieros con la disciplina del mercado y la propiedad local, los responsables de la formulación de políticas pueden garantizar que las industrias que desean promover sean competitivas.

El caso de Hyundai

La evolución del fabricante surcoreano de automóviles Hyundai es un buen ejemplo. En los años 70, el liderazgo nacional de Hyundai estaba protegido por elevados aranceles. Pero cuando la empresa exportó su modelo Pony a Norteamérica, el coche se hizo famoso por no cumplir ni siquiera las normas básicas de calidad y emisiones y no pudo competir con modelos franceses y alemanes comparables. Este fracaso, junto con las sólidas ganancias domésticas, alentó a Hyundai a invertir en investigación y desarrollo y, finalmente, expandir la producción global.

La política industrial de Corea del Sur pronto pasó del proteccionismo y los incentivos financieros a la investigación y el desarrollo público-privado conjunto, lo que permitió a los productores locales obtener los conocimientos técnicos necesarios para expandirse a productos de alta gama.

La movilización de la participación del sector privado desde el principio y la creación de mercados viables son cruciales para el éxito de las políticas industriales. En 2008, por ejemplo, la compañía sudafricana Optimal Energy presentó un vehículo eléctrico llamado Joule que fue financiado casi en su totalidad por inversiones gubernamentales. El automóvil de cinco asientos fue bien recibido en el Salón del Automóvil de París de ese año y ganó el premio Best on Display en el Salón del Automóvil de Ginebra en 2010. Pero los fabricantes locales consideraron que era demasiado caro comercializarlo, dado el pequeño tamaño del mercado de vehículos eléctricos en ese momento y el alto costo de producirlo, y el proyecto fue abandonado en 2012.

Vietnam y Turquía ofrecen otros dos modelos para fomentar la producción de vehículos eléctricos. El fabricante de automóviles vietnamita VinFast, por ejemplo, abandonó los automóviles a gasolina el año pasado para centrarse en los vehículos eléctricos. Según se informa, vendió 23.000 carros en 2022, con ventas indudablemente impulsadas por los créditos fiscales del Gobierno a los compradores. VinFast, una subsidiaria del conglomerado empresarial más grande de Vietnam, Vingroup, planea ingresar al mercado estadounidense mediante la construcción de una fábrica de 2.000 millones de dólares en Carolina del Norte.

Dada la urgencia y la escala de los desafíos planteados por el cambio climático, la próxima década probablemente se caracterizará por una mayor intervención estatal en la economía. Pero los responsables políticos deben recordar que las políticas industriales exitosas no consisten en elegir ganadores. Se trata de elegir buenos estudiantes y proporcionarles lo que necesitan para crecer y prosperar.

(*) Exvicepresidente del Consejo Asesor Económico Nacional del presidente de Corea del Sur, profesor distinguido de Economía en la Universidad Nacional de Seúl y autor de ‘El salto tecnológico y la recuperación económica de China: una perspectiva schumpeteriana’. Oxford University Press, 2022.

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