Peru
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La mochilera del Cusco

Las redes sociales no constituyen la realidad, mas bien, difunden narrativas e imaginarios acerca de ella casi sin ninguna mediación. El resultado es una representación desfigurada, exagerada, maniatada de la realidad. Las redes sociales son el lugar privilegiado para que se difundan los discursos más radicales: el odio, el encono, el conflicto, la cancelación, el escrache, son algunas de sus características más saltantes. De allí que enfocar lo real desde la mirada del ciberespacio resulta temerario; al contrario, quienes formamos parte del mundo intelectual debemos mediar dentro y fuera de aquel, entre otras cosas para evitar que los radicalismos que se generan en su interior devengan en realidad tangible.

Ya había sucedido en 2014 con una estudiante de UPC que llamó “color puerta” a una homóloga de la Universidad de San Marcos y en 2020 con un alumno de la Universidad de Lima que denunció a sus compañeros por plagio. En ambos casos facebook, twitter e Instagram se volvieron campo de batalla de una auténtica “guerra de castas”, que es como el obispo Juan Manuel Moscoso y Peralta calificó a la rebelión de Túpac Amaru en su llamado a combatirla, luego de haber coincidido con el cacique cusqueño en su crítica a los abusos del pérfido corregidor Antonio Juan de Arriaga. En las dos polémicas estudiantiles referidas, el “blanqueo” y el “choleo” estuvieron a la orden del día, y los foristas adoptaron posición en torno a lo que concebían como su lugar en la sociedad, de acuerdo con criterios raciales y socioculturales.

Esta es casi una conclusión adelantada: las redes tienden a azuzar grietas seculares que persisten en América Latina, pero que son especialmente profundas en el Perú. Sin mediación, y con una cada vez mayor capacidad de difusión, los debates en las redes tienen a reproducir y fortalecer el imaginario de que seguimos siendo la sociedad de castas instaurada por los españoles, en este confín del mundo, hace casi quinientos años.

“Hasta que nos volvamos a encontrar”

Ha sucedido lo mismo tras el estreno de la cinta “Hasta que nos volvamos a encontrar” de Bruno Ascenzo y protagonizada por el español Maxi Iglesias y la peruana Stephanie Cayo. Ya antes de la difusión de la película, las redes anticipaban la controversia por venir. Lo que más se cuestionaba era el derecho o no de una actriz nacional de tez blanca a representar al Perú en nuestra primera cinta realizada por la plataforma Netflix. La crítica se radicalizó pues la mayor parte de ella se ha rodado en el Cusco, ciudad sagrada desde la cual los Incas expandieron un imperio a lo largo y ancho de la cordillera de los Andes, alcanzando, además del Perú, a países como Bolivia Argentina, Chile y Ecuador.

Quisiera partir de una perogrullada: el autor de una ficción puede escribir sobre lo que quiera. Luego, el Cusco es también un lugar en donde, las últimas décadas, se ha producido un fenómeno migratorio particular: centenas sino miles de limeños han migrado a la capital imperial para vivir en sus propios términos y conforme con su cosmovisión del mundo. Aunque el término se me quede corto o impreciso, se trata de los “mochileros y mochileras”, de allí que a Bruno Ascenzo se le ocurrió realizar una cinta que narra la historia de amor entre una mochilera que vive en el Cusco, con un empresario español que llega a la ciudad para construir un hotel siete estrellas. ¿Debía autocensurarse?

Una ficción no necesita validarse en la realidad, pero esta lo hace, tanto como “Retablo”, que trata del drama de un artesano expulsado de su comunidad rural por ser homosexual, o como “Lina de Lima”, cinta protagonizada por Magaly Solier que cuenta las vivencias de una mujer peruana, migrante a Chile, donde se gana la vida como trabajadora del hogar, al mismo tiempo que mantiene una relación a distancia con su hijo, al que tuvo que dejar en el Perú. Independientemente de la más que discutible calidad del guión de Ascenzo ¿estamos acaso sugiriendo que solo podemos realizar cintas que representan ciertos aspectos de la realidad mientras que otros deben soslayarse?

Sin ser explícita, hacia eso apunta la crítica central a la cinta. La mejor estructurada de todas, publicada en un medio internacional, sostiene que “Hasta que nos volvamos a encontrar” presenta a las etnias peruanas como un lienzo colonial que remite a la antigua sociedad de castas virreinal, y denuncia la subrepresentación de actores o personajes nativos del Cusco. Siendo un poco más observadores, la cinta la protagonizan, reitero, una mochilera limeña y un empresario español. El 90% del rodaje quienes aparecen en la escena y protagonizan esta superficial historia de amor son ellos, por lo que es obvia la “subrepresentación” de cualquier otro personaje, independientemente de su procedencia étnica o sociocultural.

La referida crítica aborda luego las reacciones en redes y reduce la respuesta de los defensores de la película, minoritarios, a tratar de resentidos a sus detractores, réplica que he constado pero que no justifica limitar a ella todo lo que ha arrojado el ciberespacio entorno a la cinta de Netflix. Sin embargo, el análisis se agota allí y evade la posibilidad de desarrollar mucho más el tema para explicar las múltiples y tensas narrativas que han aparecido los últimos días, en medio de una controversia de la que pueden extraerse muchísimas conclusiones ejemplificadoras y constructivas. Esquemas sociales obsoletos y prejuicios preconcebidos, le han jugado en contra a la posibilidad de un examen mucho más fecundo de la cinta y de las reacciones que ha suscitado.

Algunos apuntes sobre la realidad

A punta de imaginarnos como la sociedad colonial de hace 300 años, vamos a terminar reconvirtiéndonos en ella. Cómo negar la existencia de esa elite blanca, “pituca” (sin usar el mote peyorativamente), cómo negar la superficialidad de algunos representantes de gremios empresariales que, ante la ansiedad generada por la pandemia global, aparecían en televisión, negando el derecho de los trabajadores a la protección y la salud con superfluos argumentos: “no estamos en Europa”. Cómo negar que parte de ese sector, que tiene análogos en toda América Latina, lo componen personas de una ranciedad y soberbia absolutamente agraviantes en un país con tantas heridas sin cerrar. Cómo negar que “lo blanco” sigue constituyendo una zona de privilegio y confort en el país, aunque con muchos más matices de los que se piensa y dice. Cómo negar, finalmente, a la historia y a la manera como se sigue manifestando en el presente.

Luego, también es cierto que no todos los llamados “pitucos” proceden así y que la mayoría de personas blancas en el Perú no forma parte de esa elite económica, históricamente adversa a los intereses de las grandes mayorías y reacia a liderar un proyecto de desarrollo nacional. La generalización sobre un grupo étnico, achacándole características comunes a todos sus miembros por lucir de determinada manera, sigue siendo la mejor definición de racismo que se conoce y se aplica a todos los casos. Ninguna referencia a posiciones de dominación o poder modifica esta verdad, ni mucho menos la justifica.

Por otro lado, retratar el país como la sociedad de castas colonial, con la “República de españoles” arriba y la “República de indios” abajo, es negar los últimos sesenta años de historia republicana, es negar las migraciones masivas del siglo XX, es negar a Velasco y la reforma agraria. Existe la elite “pituca”, sin duda, pero también existe un sector informal emergente, inmenso, mayoritario, emprendedor, que ha redibujado el viejo lienzo colonial de la sociedad de castas. Dos personajes de los que no soy devoto lo demuestran: César Acuña y José Luna, que hasta poseen bancadas privadas en el Congreso de la República debido a que convirtieron la educación en un pingüe negocio. Me simpatiza más Carlos Añaños, triunfador empresario ayacuchano que exporta Kola Real a varios países del continente. Nos falta, pues, completar el retrato cambiante de nuestra sociedad que trazó José Matos Mar sobre el Perú de los Ochenta. Así comprenderemos mejor nuestros tiempos contemporáneos, más cerca de la realidad y más alejados de los imaginarios coloniales.

¿Y los puentes?

He señalado en otras reflexiones que hoy la universidad, inclusive la privada, es un espacio de encuentro de todas las sangres y he invitado a los estudiantes a conocerse: a la “pituca” que veranea en Asia a convidar a sus compañeros provincianos a su casa de playa, tanto como a la estudiante de la sierra, que vive en una estancia rural en Ayacucho o Cajamarca, llevar a la “pituca” y a los demás a disfrutar de su tierra, vivir sus costumbres, para así conocerse, comprenderse y compartir las diferentes realidades del Perú. Les he dicho que está en ellos construir la nación que no somos porque están todos juntos y es la primera vez que estamos todos juntos. Entonces alternemos, en lugar de adoptar posiciones los unos en contra de los otros.

Tal vez esta propuesta será fustigada con indignación o tildada de ingenua, porque nada es más fácil que destruir o desarmar, y es desconcertante constatar la reiterada adopción de posturas sin mayores matices, y, lo más alarmante, sin propuestas para la solución de una problemática que es real. ¿Qué hacer para que un día en el Perú baste con llamarnos peruanos para vernos, tenernos y reconocernos como iguales, y en una sociedad en el que la diversidad cultural se conciba como una ventaja y no como una línea divisoria?

Criticar es muy fácil, si somos científicos sociales es para pensar estos temas en profundidad y ofrecer alternativas de solución, esto es tender puentes. El país lo necesita a gritos.